Una defensa de la vejez

Debemos a Diógenes de Enoanda nuestro más extenso conocimiento sobre la Defensa de la vejez de Epicuro, porque a este buen epitomista se le ocurrió escribir, a falta de libro, un muro de unos ochenta metros con lo que consideró esencial de la doctrina epicúrea. Teniendo en cuenta el paso de los siglos, los fragmentos que nos quedan del muro de la ciudad de Enoanda son una muestra más de la harapienta condición en que ha quedado Nuestra Señora la Historia.


En este texto, insisto, que es el más extenso que nos queda de este particular libro del Maestro del Jardín, apenas podemos entresacar nada en claro salvo tres o cuatro ideas generales; suficientes, sin embargo, para detectar que es uno de los primeros en aportar tan singulares ideas sobre la vejez. De funesto umbral había calificado Hesiodo la entrada en esta región de la vida; el fragmento 1D que conservamos de Semónides de Amorgos, poeta yámbico del siglo VI AC ya advertía de la decrépita vejez que se abalanza sobre los hombres para arrancarles la vida y arrojarlos al hondo pozo del Hades, y los versos de Anacreonte son sin duda reveladores de lo que era evidente para todos en el mundo antiguo:

Nos blanquean ya las sienes,
la cabeza cana, y ya la
juventud se fue gozosa
y los dientes van reviejos;
y no es mucho el tiempo de esta
que nos queda dulce vida.
Con que en miedo al otro mundo
suspirando siempre ando;
pues medroso el Hades es en
sus honduras, y es penosa
su bajada: que al que baja
se le da que ya no sube.

No estaban mal encaminados los griegos de época antigua al atender a un hecho autoevidente que les llevaba deplorar la vejez y asociarla al consumirse de las fuerzas y, por tanto, de la vida. Sin embargo, en época posterior, el libro de Epicuro transita por el prejucio (tan griego, tan occidental: corre desde los albores del pensamiento arcaico helénico  hasta entroncar con Heidegger, pasando por toda la filosofía europea entre ambos) de negar la evidencia en busca de una idea oculta que explique la cosa al tiempo que contradiga todo lo que se pensaba de ella. Ya decía el mismo Heraclito en este sentido que la verdad gustaba de esconderse y por tanto, obligaba a juzgar lo aparente como falso. Acerca de la vejez, Epicuro prefiere seguir un camino argumental que tuvo que ser sorprendentes en su tiempo. Habitante de una polis refinada que le protegía del peligro diario y donde no era indispensable el mantenimiento de las fuerzas físicas para conservar la propia vida, el filósofo enuncia la asombrosa idea de que la vejez, contrariamente a lo que cualquier simple podía comprobar con solo tener los ojos abiertos, era en realidad un bien para el ser humano.

Es muy posible que de entre todos los griegos fuesen los atenienses los que más acostumbrados estaban a escuchar a rétores que, mediante la argumentación, era capaces de sostener las ideas más inopinadadas (desde mucho antes, las burlas de Aristófanes en Las nubes consignan hasta qué punto resultaba cotidiano a la par que irritante semejante modo discursivo), y en ese marco particular, las que mantuvo Epicuro no fueron inmediatamente desechadas, si es que hemos de guiarnos por su fortuna posterior. Podemos encontrar su eco (o su calco) en numerosos textos posteriores de época clásica como medieval (Lucrecio y Cicerón a la cabeza). Se asienta en dos pilares apriorísticos que con el tiempo se convirtieron en tradicionales en las obras escritas para ensalzar la ancianidad.

Primero, que dado que en la vejez las pasiones del ser humano ya han muerto, de esto deviene un gran bien para el Hombre.

Segundo, que si bien es indudable que durante la vejez merman las fuerzas físicas, a decir de Epicuro hay que alegrarse de que la inteligencia permanezca incólume («Aunque el cuerpo haya envejecido, la inteligencia del ser humano aún se mantiene firme»).

Pero es obvio que el primero de los asertos confunde la (supuesta) extinción de las pasiones (si es que estas están relacionadas, como se relacionaban en la Antigüedad, con la erótica) con la extrema dificultad o la imposibilidad física de consumarlas. Si esta escollo es suficiente como para proporcionar lo que llamamos paz de espíritu al ser humano, es harina de otro costal, y en cualquier modo tiene más que ver con el asombroso prejuicio (sostenido aún por las religiones organizadas) de que la función sexual anula o aparta al Hombre de sus verdaderos objetivos (que no sé de dónde nace idea tan peregrina).

Más irritante es la ceguera de no observar una disminución de la inteligencia durante la ancianidad, disminución que viene produciéndose desde que se abandona la edad juvenil, tal y como explican los neurólogos. Perdemos capacidad día a día siendo adultos y llegamos a viejos (si es que llegamos) con nuestras facultades intelectivas mermadas. Y para conceder esto, no hace falta señalar la demencia senil, último estadio en el que nos sumiremos. La merma es anterior, comienza mucho antes y es tan constante como imparable. Nadie tiene mayor capacidad de aprendizaje o de comprensión siendo viejo que cuando era joven. Véase un aula en la que convivan jóvenes con personas maduras y forzosamente se apreciará el ritmo desigual de aprendizaje de unos y otros. Nada más normal, por otra parte, ni más acorde con el deterioro biológico que se produce en todos los animales, reino al que pertenecemos: al igual que ocurre con todas nuestras funciones orgánicas, con la edad disminuyen las del intelecto —cerebrales, neuronales. ¿Por qué habrían de ser distintas de la capacidad respiratoria, cardiaca, hepática, renal, etc?

Estas dos ideas, se dirá, son producto de la filosofía antigua, que como tal no tiene incidencia ni vigencia en la vida actual. ¿Estamos seguros de ello? ¿En cuantas películas o textos polulares escritos aparece la figura del anciano sabio? ¿Alguien imagina un Gandalf joven? ¿Acaso Obi-Wan Kenobi no se muestra palmariamente más inteligente cuando lo encarna un maduro Alec Guiness que durante su alocada juventud? (pongo dos ejemplos de baja calidad, pero de indudable impacto en la cultura occidental contemporánea).

Seguimos, pienso, alimentando la misma antorcha equivocada desde hace más de dos mil años y su luz no nos ilumina el camino de la verdad. Fuera máscaras. No seremos más sabios, ni más listos, ni estaremos menos sujetos a las pasiones de viejos que de jóvenes. Más tontos, más necios, menos capaces. A despecho de Epicuro, nos espera el trayecto hacia la baba colgante y la indigencia intelectual. Con suerte.

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